Los
dos enamorados entraron sigilosamente en aquella vieja habitación. Parecían
fugitivos cogidos de la mano, mirando cautelosamente que nadie les oyera; querían
envolverse en su única intimidad. Su agitada respiración se veía alterada por
los medios besos que esquivando paredes se iban robando. Aspiraban profundamente, y el aire que salía
de sus pulmones se disfrazaba de la sonrisa más inmensa i esperanzadora. Sin
soltarse un segundo, dejaron caerse en el colchón como dos niños cansados. Sus
ojos se habían encontrado y sus cuerpos, prisioneros de sus miradas, se unían
con una fuerza sobrecogedora, como si de imanes tratase; sus dedos recorrían
todo su cuerpo como queriendo componer una canción, sus piernas parecían raíces
entrelazándose y sus labios, se rozaban suavemente el uno contra el otro.
Cerraron los ojos. Hablaban con el idioma de las caricias, los susurros y los
besos. El color de su piel empezaba a enrojecerse y por todo su cuerpo les
recorría una cálida sensación de afecto. El latido de su corazón marcaba los segundos
de un tiempo que se había detenido. Abrazados, sentían que eran un solo cuerpo.
Nada en el mundo les importaba más que ese momento.
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